El golpe empezó a punzar haciendo
antesala a un enorme chichón en la cabeza. Fue tan fuerte el encuentro con
aquella repisa sostenida en la pared que enseguida le sobrevino el sueño,
pesado y abrumador, sobre la almohada.
Su cara estaba cerrada, pero un
ruido extraño tocó a la puerta. Extraño y efervescente, parecía venir del
cráter de un volcán, con todo y ardientes burbujas de lava caliente saliendo
por el hemisferio cerebral derecho a toda ve-lo-ci-dad.
Abrió los ojos y de un brinco se
puso como un perro persiguiendo su cola, intentaba llegar a la fuente del
sonido, pero sólo giró varias veces en círculos idiotas hasta que logró azotar
contra el piso.
Con todo y el sentón el ruido
seguía ahí, entonces se llevó las manos a la cabeza y encontró un agujero rojo
y pegajoso, caliente como el mismo centro de la tierra, del que emanaban
chispas, lucecitas doradas como en explosión eléctrica.
Sonaron unas alegres trompetas
desde el fondo del agujero y salieron rebotando dos diminutos caballos blancos
amarrados a una carreta, seguidos de una corte de enanos muy bien vestidos con
botitas de colores y cuellos almidonados. Se le resbalaron por el hombro y
llegaron hasta el suelo, de la carretita salió una enana gorda, vestida de
color esmeralda y con zapatillas doradas; miró a los ojos a la chica y le sacó
la lengua. Luego la comitiva dio vuelta en la puerta del cuarto y desapareció.

